(Artículo publicado en Revista «Aniversario», N° 9 – Abril 2006)
Por Roberto González
Aún tengo presente la imagen de mi padre, Francisco (Paco), con su camioneta para el reparto de hielo de la fábrica La Austral. Cargaba la chata con numerosas y pesadas barras de hielo de un metro de largo para iniciar su recorrido por las calles (delivery, como se dice hoy), para que las vecinas y los chicos se acercaran al vehículo, solicitaran un trozo de esa barra, que mi padre, con una habilidad extraordinaria, marcaba en el lugar indicado, con un serrucho de acero con unos dientes muy grandes y salteados, para luego con un preciso golpe de mano, terminar de cortarla en la medida requerida. La envolvía en un pedazo de hoja de diario y la colocaba en las bolsas de hilo tejido que los compradores llevaban goteando a sus hogares.
Su destino era una pileta de poco uso donde debajo se ponían los sifones o bebidas, el trozo de hielo encima y luego la cerne adecuadamente envuelta sobre ella. En otras casas, habitadas por vecinos de mayores recursos, poseían las heladeras de madera con su interior revestido en chapa de zinc. Tenían dos receptáculos, uno superior donde iba el trozo de hielo, cuya tapa se habría hacia arriba y otro más grande debajo, con una puerta lateral para las frutas o verduras.
La importación de las heladeras General Electric o Westinghouse en la década del cuarenta y la fabricación masiva de la famosa SIAM, de producción nacional, poco tiempo después fue debilitando ese oficio. Quedo reservada la compra de hielo a los asados, fiestas o picnics, a donde se llevaban las heladeras portatiles.
Con su desaparición tambien cerraron muchas fabricas de hielo que existían en los barrios. Lo que nunca desapareció, ya sea con las astillas de hielo de esas barras, posteriormente los cubitos y hoy los rolitos, ese agradable hábito de jugar con ese trozo de hielo en nuestras bocas.