La vida por Peron
Por
Francisco Nuñez

El día de la Lealtad. Y hubiese sido un 17 de Octubre como
cualquier otro de no ser que era el año del Señor de 1955, y en ese momento esa
fecha era “muy mala palabra” que no debía ser pronunciada en el País de las
antinomias donde Patriotas o Realistas, Unitarios o Federales, Boca o River,
Conservadores o Radicales, Ford o Chevrolet, etc., han suscitado las más
variadas situaciones, desde las más cómicas hasta las más atroces. Por lo tanto
no se podía decir en público porque estaba implantado el Estado de Sitio, estado
con el cual aprendimos a convivir durante muchos años hasta casi llegar a formar
parte de nuestra cotidianeidad de manera poco menos que insustituible.
Pero para los ojos de un chico de seis años que todavía no
había terminado el “primero inferior”, el Estado de Sitio representaba algo así
como una gigantesca y omnipresente masa gelatinosa vestida de traje negro y
corbata que se llevaba preso al menor indicio de cosa rara.
Y entonces sucedió: fue en el cambio de turno de la fábrica
Manulana, que se encontraba en la calle José Pedro Varela (en la manzana donde
actualmente se levanta el estacionamiento del supermercado Norte), frente a la
vereda sur de la plaza Tte General Pablo Ricchieri. Eran aproximadamente las
trece horas cuando desde casa, un departamento en el primer piso de la esquina
de Av. Beiró y Desaguadero, comenzamos a escuchar primero un murmullo que luego
se fue transformando en griterío, donde sobresalían, ya que por el tono agudo,
las voces de las mujeres. Fue creciendo hasta unificarse en el rítmico “La
vida por Perón, la vida por Perón”.
¡HORROR¡, había dicho la mala palabra¡ Y en público. El
Estado de Sitio les iba a lavar la boca con jabón, o peor aún, se los iba a
llevar a todos en una bolsa. Dios sabe con qué inconfesable propósito.
Transcurrieron aproximadamente diez minutos sin mayores variantes, cuando , por
fin, se hizo presente el enviado terrenal del estado de sitio, corporizado en la
figura de un tanque de 30 toneladas que avanzaba por la calle Quevedo de Sur a
Norte (porque en ese Villa Devoto de adoquines, sin luces de mercurio, sin
semáforos ni sendas peatonales las calles eran todas de doble mano). Era un
Sherman del Ejército, de los comprados como rezago de la segunda guerra mundial
y que hoy siguen en servicio. Se movía lentamente, a no más de 20 kilómetros por
hora, dobló a la derecha por Beiró y continuó hasta detenerse, entre bramidos y
rechinar de orugas a mitad de cuadra frente a la parada del Expreso Pilar (Colectivo
141).
Entonces se hizo un silencio profundo, pesado como el que
antecede a las catástrofes, que solo fue roto por el zumbido del motor eléctrico
que giraba la torre del tanque, pero despacito, muy despacito. Y de pronto el
comandante del blindado logró lo que hoy hubiese hecho morir de envidia al
mismísimo David Copperfield. En menos de cinco segundos hizo desaparecer a
doscientas personas. Porque cuando el cañón termino de apuntar a la plaza, esta
se encontraba totalmente vacía. Se habían esfumado por arte de magia, o tal vez
como dicen los italianos: “Una cosa e parlare di morire, e una altra e veramente
morire”. Se abrió la escotilla de la torre, alguien se asomó y escudriñó a los
alrededores, tal vez sin comprender del todo que había sucedido y luego
lentamente, otra vez muy lentamente se fueron.
Pero, como muchas veces sucede con los hechos dramáticos,
éste va acompañado de su detalle cómico. En aquel Buenos Aires de pocos autos
era muy común que los ciclistas se “colaran” de la caja de algún camión para no
pedalear durante algunos tramos. Bueno, cuando el Sherman apareció por Quevedo
traía un ciclista “colado”, asido a la escalerilla posterior. Cuando el tanque
dobló por Beiro, lo soltó y se fué. De ésta manera terminó la “Contrarrevolución
Devotense” aquel 17 de Octubre de 1955.
Artículo publicado en Aniversario, Número 2, de Marzo de
1977.
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