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Seminario Metropolitano (1º Parte)
Aportes a la memoria histórica del Seminario Inmaculada Concepción
en el primer centenario de la piedra fundamental. 1897- 17 de mayo de 1997

                                                                                                                                  Por Lic. Mario Aurelio Poli

Deseo compartir con Uds. Algunas páginas que pretender servir a la memoria histórica de una de las instituciones más queridas de nuestra Arquidiócesis de Buenos Aires, cuya proyección educativa nacional y latinoamericana nos llenan de orgullo; me refiero al Seminario. Precisamente, nos ha reunido la evocación de un momento muy importante en su larga trayectoria al servicio de la formación sacerdotal, al cumplirse el primer centenario de la piedra fundamental del edificio que hoy nos alberga tan generosamente. Me permito manifestar la alegría que nos causa, a los que vivimos en esta casa, la respuesta a nuestra convocatoria. La presencia de nuestros obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, descendientes directos de nuestros primeros benefactores, autoridades, familiares y amigos, nos honran con su visita y damos gracias a Dios por todo ello.

Una breve y sucinta crónica que figura en nuestros archivos nos puede recrear el momento al cual aludimos. “Se comió a la francesa: 10 hs., almuerzo, a las 6 comida y a las 8 té. Se comió así para que todos pudiesen asistir a la colocación de la 1° Piedra del nuevo Seminario e Iglesia de Villa Devoto. Las bendijo el Sr. Arzobispo, Padrinos fueron el Señor Presidente de la República y Doña Mercedes Castellano de Anchorena. El Sr. Lacroze ofreció llevar gratuitamente a todo el Seminario hasta el lugar de la fiesta, poniendo a nuestra disposición las tramways necesarios. Hubo pontifical por la mañana en la catedral, fueron diez de los mayores, quienes después tomaron el tren especial concedido por la empresa, pues no llegaron a tiempo para sumarse con los demás que llegaron en tramways. No tenemos más noticias que estas…

El Presidente de la República era Don José Evaristo Uriburu.

La fecha elegida aquel año coincidió con la solemnidad de la Ascensión, y por lo mismo, espontáneamente, la sola mención del misterio celebrado nos refiere a la figura del Salvador, a quien San Pedro llamó “piedra viva” (1° de Pe 2,4). El Señor mismo se comparó a la piedra que desecharon los constructores, pero que se convirtió en la piedra angular (Mt 21, 42 Salmo 117, 22”. Ël es el punto obligado de referencia de la vocación sacerdotal y el ideal pleno del sacerdocio católico. San Agustín, al comentar el Salmo 117 y reconociendo a Cristo piedra basa de la iglesia, siguiendo la analogía de esta imagen edilicia enseña “que el Señor edifica ocultamente”. Ël se constituyó en cabecera de ángulo de lo que otros desecharon. Y vino a ser admirable a nuestros ojos, a los ojos interiores del hombre, a los ojos de los que creen, esperan y aman; más no a los ojos carnales de aquellos que despreciándole como a hombre le desecharon”. En realidad, nos sobran motivos para pensar que este edificio tiene a Cristo por fundamento de todo su acontecer, y ese es el principal motivo que nos ha reunido hoy. No fue simplemente una premonitoria casualidad la fecha elegida en aquella oportunidad, sino que debemos interpretar la intención de una premeditada causalidad, para que todo el edificio, desde sus cimientos, se levantase y trabase en la inefable doctrina de amor y verdad evangélica.

Pero dada la antigüedad del Seminario, merece que reparemos, al menos brevemente en las raíces coloniales de su larga vida, pues su origen se confunde con la misma erección de la diócesis.

Cuando Buenos Aires apenas era un remolino de casas –acaso una treintena de familias estables-, y el número de habitantes no pasaba de 500, sin contar la indiada curiosa que merodeaba en los suburbios, el primer obispo, un carmelita descalzo, Fray Pedro de Carranza, el 29 de marzo de 1623, firmaba un convenio con el Provincial de los Jesuitas, el P. Pedro Oñate. Desde entonces, la Compañía de Jesús regenteó los estudios del flamante Seminario porteño, que comenzó sus cursos de latinidad, gramática y humanidades, con 22 estudiantes. Sin solemnidad, aunque en forma muy efectiva y clara debemos reconocer a aquella fecha como el antecedente más remoto de la institución que perdura hasta nuestros días.

Durante mucho tiempo, prácticamente hasta la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, los seminaristas asistían diariamente al colegio San Ignacio para estudiar gramática, teología y filosofía, según los programas establecidos por la Radio studiorum de la misma Compañía. Los años posteriores al decreto de extrañamiento de Carlos III, se produjo una lamentable dispersión y gran desconcierto entre los candidatos porteños al sacerdocio, que aquel año llegaba a 72. Algunos estudiantes optaron por internarse en los conventos de los dominicos y franciscanos, donde existían cátedras de teología y moral, que los promovían a las sagradas órdenes. Otros, los más pudientes, viajaron a la Universidad de Córdoba, y aún hubo quienes llegaron a los centros de altos estudios que había en las universidades de Santísima Trinidad del Puerto de Buenos Aires, hecho que ocurrió en 1620. En efecto, la primera evangelización latinoamericana vio nacer los primeros seminarios inspirados en las orientaciones del gran Concilio de Trento. Las exigencias de la modernidad y los grandes frentes misionales que se abrieron a la obra apostólica de la Iglesia –pensemos solo en los numerosos pueblos y culturas de las Indias Orientales y Occidentales-, hicieron que los padres conciliares reparasen en renovar el modelo formativo para los futuros sacerdotes, cuyas líneas fundamentales giraban en torno a la integridad de la vida para testimoniar la fe que predicaban, la doctrina y ciencia necesarias para ejercer el magisterio entre los fieles y el grado de santidad que reclamaba el ministerio.

Los Colegios Seminarios parecían ofrecer las garantías de una sólida formación para los futuros ministros del altar. Y de hecho se multiplicaron de tal manera que la mayoría de las diócesis fundadas durante le siglo XVI ya contaban con Seminarios propios. En nuestro medio, el primero de ellos fue el Colegio Seminario de Santa Catalina, fundado por el obispo Trejo y Sanabria en la diócesis de Córdoba del Tucumán, con sede en Santiago del Estero, en 1597, Charcas y Santiago de Chile, compartiendo la formación con la generación de compatriotas, que a la postre debió asumir un protagonismo fundamental en las gestas de la emancipación nacional. La participación de cierto sector del clero en juntas, asambleas y congresos constituyentes, cuando le reclamó la hora de la Patria, tuvo su origen, sin duda, en aquel providencial exilio, donde se acuñaron ideales de grandeza, con una profunda inspiración cristiana.

Sucesivamente, los obispos porteños del período colonial quisieron dotar al Seminario de un edificio propio, adecuado al régimen interno de sus actividades. Varios prelados intentaron concretar el proyecto sin éxito, y recién tomó forma gracias a la gestión, breve pero intensa, del Obispo José Antonio Bazurco y Herrera, quien gobernó la diócesis escasos 12 meses, entre los años 1760 y 1761. Fue este prelado el que inició la construcción del Colegio real o Seminario, que ocupó un amplio solar de la Plaza Mayor, contiguo al cabildo secular, como consta en un dibujo de época, que llevó a la tela el pintor Carlos Pellegrini. El prelado no pudo ver la obra completa, que recién se concluyó en 1776. Sus sucesores, convirtieron sus dependencias en Palacio Arzobispal. El cabildo eclesiástico reclamo repetidas veces contra aquella usurpación, y aprovechando un tiempo de sede vacante, en 1784, determinó nombrar como rector al Chantre Pedro Ignacio de Picasarri, quien lo ocupó nuevamente con seis estudiantes. Fue en esa oportunidad que recibió el nombre de Seminario de Nuestra Señora de la Concepción.

Los últimos obispos rioplatenses volvieron a ocupar las instalaciones del Seminario para convertirlo en residencia. Recién el obispo Benito Lue y Riega devolvió el edificio a su original destino en 1806, al que volvió a ocupar el rector Picasarri, ahora con treinta y cuatro estudiantes. También esto duró muy poco. En efecto, tras los sucesos de las invasiones inglesas, en 1807, las autoridades de la Audiencia establecieron en sus dependencias el batallón de Arribeños, con la excusa d reforzar la defensa de la Plaza. Más tarde, en 1811, por orden de la Primera Junta, fue ocupado por las tropas del regimiento nro 3. Tras una nueva postergación, los seminaristas recibieron hospedaje en la finca de una dama porteña.

Resumiendo, en consecuencia, durante todo el periodo colonial, el Seminario tuvo una vida escindida, con sede itinerante, pero no por ello la institución como tal dejó de existir. Las vocaciones nunca faltaron, y a pesar de la austeridad de medios y escasez de recursos, sumó generaciones de sacerdotes a la obra misional.

No fue distinta su suerte durante la primera mitad del siglo XIX, muy por el contrario, la situación se fue agravando por la acefalía episcopal, primero, y por el desorden institucional que siguió el proceso de la emancipación patria. El Seminario subsistió de manera precaria hasta que fue clausurado formalmente por la reforma eclesiástica que llevó a cabo Rivadavia, en 1822. Más tarde, repuesta la jerarquía episcopal en 1834, y con la vuelta de la Compañía de Jesús en 1836, hubo un intento por reorganizar los estudios superiores de Filosofía y Teología en el Colegio que los padres jesuitas reabrieron en el antiguo edificio de la Manzana de las Luces. Experiencia que muy pronto se frustró cuando los hijos de San Ignacio fueron nuevamente expulsados, esta vez por decreto del Gobernador, en 1843. A partir de entonces, el obispo Mariano Medrano no pudo contener la ingerencia de Rosas en cuestiones internas de la Iglesia, y prefirió enviar al Seminario de Chile el reducido número de candidatos porteños que habían perseverado en las pruebas.

Felizmente, durante el periodo de tiempo que conocemos como de la “Confederación”, Caseros-Pavón, 1852-1861, asume la diócesis de la Santísima Trinidad de los Buenos Aires, Monseñor Mariano José Escalada, ordenado obispo en 1836, a quien Rosas nunca reconoció su autentico nombramiento pontificio como auxiliar de Buenos Aires. Durante la dictadura cumplió su ministerio como simple párroco, hasta que finalmente asumió el gobierno pastoral de la diócesis el 18 de octubre de 1855, y en 1863, cuando Pio IX la promovió a Arquidiócesis, se convirtió en su primer Arzobispo. El mismo, aprovechando el regreso de los padres de la Compañía inmediatamente realizó contactos con el superior religioso para que, cuanto antes, retomasen la obra formativa del clero. Ese proyecto se concretó recien en 1857, cuando reabrieron las puertas el Seminario bonaerense con 17 alumnos, en las instalaciones de la quinta Salinas o de Regina Martyrum (hoy Hipólito Yrigoyen y Sarandi), de propiedad de Monseñor Escalada. Al mismo tiempo, el Arzobispo reunía los fondos suficientes para enviar el primer contingente d estudiantes que cursarían sus estudios en Roma, en el Colegio Pio Latinoamericano, que abría sus puertas en 1858.

Paralelamente el Gobernador Pastor Obligado, intentaba por su cuenta remediar la escasez de sacerdotes, para lo cual el 3 de febrero de 1854 decretó la creación de un Colegio Eclesiástico para la formación del clero bonaerense. Como era de esperar, la iniciativa gubernamental nunca fue reconocida como seminario por el obispo. Con similares matices, el 9 de setiembre de 1858, el gobierno de la Confederación, con sede en Paraná promulgó la ley sobre Seminarios Conciliares para el clero secular. Estos debían crearse en todas las iglesias catedrales existentes y por existir. Los mismos serían dotados económicamente por el Gobierno Nacional, y estarían a su cargo las becas para un grupo de alumnos pobres. En la práctica, esta ayuda gubernamental fue casi nula. Más tarde, el Presidente Mitre, guiado por otro espíritu, más bien práctico promulgó en 1865, un decreto referido a la fundación y financiamiento del Seminario Conciliar de Buenos Aires. En el mismo, el gobierno se comprometía a buscar un lugar adecuado y a costear 25 becas, entre los alumnos porteños y del litoral. Con todo, los magros presupuestos con que contaba el Ministerio de Culto de esa época no permitieron que se destinasen suficientes aportes para dichos fines.

Mientras tanto, cuando los jesuitas pudieron abrir su propio colegio en 1864, dejan el Seminario, y el obispo lo confía al clero secular que se hará cargo durante una década. En ese tiempo se trasladan los estudiantes a una casa alquilada en la calle Alsina, frente al Mercado Viejo (entre Perú y Chacabuco). Allí rigió un reglamento elaborado por Monseñor Escalada, y el plan de estudios fue obra del Pbro. Ildefonso García. El mismo abarcaba diez años de formación y las principales asignaturas del programa comprendían: Idiomas, Literatura, Gramática, Geografía, Retórica, dos años de Filosofía, cuatro de Teología (Dogmática, Moral). Derecho Canónico, Liturgia y Sagrada Escritura. El clero porteño, muy reducido, por cierto, aunque contaba con sacerdotes preparados, no era suficiente para cubrir las exigencias académicas, y la formación integral de los seminaristas, notablemente descuidada para entonces, reclamaba una nueva orientación.

Razones estas que se sumaron a las de orden económico, hicieron que en 1875, Monseñor Federico Aneiros solicitara nuevamente a la Compañía de Jesús que retomase la conducción de la formación, por lo que el Seminario volvió al solar de Regina.

Todavía en 1878, el seminario corrió serio peligro de perder su identidad eclesial. El ministro de Instrucción Pública, Don Bonifacio Lastra, presentó un proyecto a la legislatura que tendía a transformarlo en Colegio Nacional, con el pretexto de elevar el nivel científico de la enseñanza, para ponerla acorde con los adelantos de la época. Detrás se cernía una vieja aspiración liberal, la secularización de la enseñanza eclesiástica. Afortunadamente, aquel programa encontró al arzobispo Aneiros bien advertido sobre las segundas intenciones de algunos miembros del gobierno, a los que opuso una tenaz y firme oposición, asesorado por el jesuita José Sató, célebre por muchas razones, entre otras, por su prolongado y fecundo rectorado al frente del Seminario en Regina. Desde 1874 hasta 1897.

En el fin del siglo XIX impostó a Buenos Aires el rostro de una ciudad cosmopolita, en gran parte renovada por el creciente fenómeno inmigratorio. En efecto, la década del noventa se caracterizó por una acelerada modernización que se expandía desde el centro a los barrios, modificando sustancialmente su geografía. El Seminario, que bajo la disciplina jesuítica gozaba de la estabilidad requerida para la perseverancia de las vocaciones, ya no podía satisfacer al número de seminaristas que iba en aumento, y muy pronto quedó expuesto al avance urbanístico. 

Fin primera parte, del articulo publicado en Aniversario nro 4 Julio/Setiembre 1997.