El Manicero de Villa Devoto
Por Alberto R. Gawronski
Bajito, encorvado con acento italiano había llegado desde el sur de la península
itálica, recorría el barrio a partir de la caída del sol, caminaba por Nogoya,
Baigorria, Marcos Sastre desde su nacimiento hasta el final de las arterias,
llegaba con su cornetín de bronce que soplaba con toda su fuerza para que los
vecinos salgan a comprar el maní caliente y los lupines que vendía.
Se presentaba con su replica de locomotora de color azul
que alimentaba con trozos de madera que recogía durante su recorrida. También
colocaba carbón vegetal cedido gentilmente por algunos vecinos del barrio.
Colgaba su locomotora con un correaje que sostenía de su
cuerpo.
Llegaba a la puerta de mi casa alrededor de las 19 horas
antes de la tradicional cena, su presencia provocaba el revuelo de los niños de
la zona que lo rodeaban, los besaba y llamaba a todos por igual con el mote de “mocito”.
Muy cerca de mi casa, tocaba la puerta de una vecina
llamada Rosario que se había constituido en su clienta especial, allí adquiría
sus maníes y sus lupines junto a su hijo Felipe lo que serviría de comienzo de
una cena para ellos, después de saludar cordialmente y un -hasta mañana-,
incrementaba el combustible a su locomotora para que los maníes permanezcan
calentitos y preparaba unos cucuruchos de papel de diario, también entregado por
los vecinos para que en la próxima parada este lista la venta.
Vendía el cucurucho de maníes a diez centavos y el de
lupines a veinte centavos.
Solía trabajar todos los días sin excepción, frío, calor,
lluvia o sol, feriados o días laborables con gripe o sin ella pasaba
indefectiblemente por nuestros domicilios cumpliendo con responsabilidad y
esmero su trabajo, no faltó jamás a su tarea, con su puntualidad característica.
No dejó nunca de atender a sus “mocitos”, hasta que un
invierno cruel paró su corazón, su locomotora dejó de funcionar. Ya no salía más
humo de su chimenea, no se escucho más el cornetín de las 19 horas, ya los
diarios y el carbón no se entregaban y el comienzo de nuestras cenas se cubrió
de tristeza.
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